jueves, 21 de diciembre de 2023

Capítulo 162: Tres del metro

Como decíamos ayer. 

Hacía mucho (de tanto) que no viajaba solo en metro. Mi memoria apenas podía recordar algo que no fuera aquellos trayectos cotidianos de años atrás, donde no había pasajero que no estuvieran absorto leyendo un libro, un diario, interiorizando su propia música u observando con detenimiento la fauna variopinta que conformaba (conformábamos) esa parte de la sociedad que viajaba asiduamente bajo tierra. 

Las cosas no han cambiado, como mucho se han renovado con los tiempos, y aún así, quince paradas en esos vagones repletos de gente, sigue siendo suficiente para que un viaje en metro se convierta en una experiencia espiritual.

La chica se sentó justo a mi izquierda, y al mirar sus pies la reconocí al instante. Es mañana, camino del  médico, me había llamado la atención una persona que llevaba delante mío. Llevaba  unas botas con pelusa en la parte superior y unos leotardos verde oscuro que, a pesar de ser ajustados y aparentemente de su talla, le hacían pliegues y arrugas en sus escuálidas piernas. Caminaba encorvada, como con dificultad. Intenté verle la cara porque no podía determinar el motivo de aquel errante y decadente caminar. Apenas puede atisbar que se trataba de una chica joven, de largo pelo rizado que le tapaba el rostro y con la cabeza gacha pero no logré determinar si su caminar era debido al cansancio, al sueño o si sufría algún que otro tipo de problema de diferente índole. Yo debía cruzar la calle así que la perdí definitivamente de vista.

Y allí estaba sentada, a mi lado. Imagino que ella no fue consciente de la casualidad, ni de mi intentos  por saber algo más de ella a través de una disimulada mirada. Olía a tabaco y no hizo absolutamente nada durante el trayecto en el que coincidimos. Simplemente se levantó al llegar su parada, se bajo del vagón y se perdió entre la gente del andén, con su renqueante caminar. Desapareciendo de mi vista de la misma manera que lo había hecho esa misma mañana. 

La chica debía estar hablando con el que era su padre, justo delante de mí, de pie junto a la puerta. Ella era una adolescente que debía estar en su primer año de universidad, él un señor canoso que podría tener cincuenta y muchos. En un determinado momento le preguntó algo sobre los chicos, y ella respondió con cierto pudor. No tenía pinta de ser de esa clase de chicas que se los lleva a todos de calle ni su apariencia hacía pensar que se preocupara más por su imagen que por su propia comodidad u otras prioridades de su vida. Vagamente intentó decirle que no había tenido todavía mucho éxito con el tema, que tanto ella como su amiga estaban solteras y que no salían mucho, y que por ello no habían conocido todavía a nadie como para llegar a un nivel más íntimo con algún chico, pero que no pasaba nada. El padre asentía como para no hacerle sentirse avergonzada ya que durante ese momento de conversación ella se había estado mirando los pies y agarrando con nerviosismo la carpeta. 

Tan pronto como cambió el tema de conversación ella volvió a un posición más distendida y volvió a aparecer una sonrisa en su cara que duró hasta que ambos bajaron dos paradas después.

Eran dos chicas más jóvenes que la anterior, pero con un perfil parecido. Lo fácil sería describirlas como otakus, muchachas con ropa ancha y estilo muy personal, a las que la mayoría de la gente catalogaría como "frikis". Una de ellas hablaba sin parar, muy animada, como si estuviera descubriendo constantemente el montón de cosas que tenía en común con su amiga, cosa que incrementaba su entusiasmo. Llevaba el pelo algo irregular y cortado a media melena aparentando cierto descuido, su ropa era holgada y colorida, con dibujos de algún manga que no supe identificar. La otra era más o menos de su altura, gafas de pasta, pelo oscuro y con un corte de pelo masculino, donde destacaba su flequillo. Su ropa también era ancha y muy sport, pero su pose era más sobria e inamovible. Desconozco de qué estaban hablando pero capté el momento en que la chica seria estaba a punto de llegar a su parada. Repentinamente, la chica que no había parado de hablar, con una gran sonrisa en su cara le dijo: 

-"¡Qué guay! ¿Puedo darte un abrazo?".

La otra chica se limitó a decir que no, como extrañada, y con un gesto muy despectivo simuló golpearla un par de veces o tres con la palma de la mano extendida sobre el hombro, manteniendo la distancia, para posteriormente bajarse del vagón. La otra chica, sin perder la sonrisa pero siendo consciente de la  humillación que acababa sufrir, le respondió:

-"Vaya, me acabas de tratar como si fuera un perro al que quieres calmar y decirle que todo bien".

Me quedé unos segundo estupefacto, no sabía que había desencadenado esa reacción tan desafortunada, pero aquella muchacha no se lo merecía. 

Pero curiosamente, al instante de ocurrir eso y como recuperando repentinamente su autoestima, la chica agraviada, como si no hubiera pasado nada, le gritó alegremente: 

-"¡Bueno, nos vemos mañana, hasta luego!".

Me la quedé mirando un rato al ponerse de nuevo el metro en movimiento. De repente se transformó en otra persona. Cambió su semblante, desapareció cualquier tipo de emoción de su cara y volvió a ser una más de aquel vagón ya medio vacío. 

Me dio cierta pena ver el trato que había recibido y me quedé pensando en lo duro que debía ser entrar en la adolescencia de una forma tan abrupta, sin guía ni saber como actuar con las personas, siendo tan difícil aprender a gestionar las relaciones afectivas o encajar con la gente cuando te sientes diferente a todo lo que te rodea. El como no fracasar cuando intentas socializar torpemente con aquellos que crees afines a tu mundo, ese mundo que parece que solo tú entiendes, hasta conseguir encontrar a alguien que comparta esa marabunta de pensamientos y sentimientos que te desbordan, sin que te haga sentir extraño por querer las cosas de esa manera, por querer, simplemente, hallar un lugar donde encajar.

Luego me di cuenta que todos y cada uno de los pasajeros de ese vagón podría haber pensado lo mismo de cualquiera del resto de nosotros, porque encontrar tu sitio puede llevar toda una vida.

Y fueron precisamente esos 40 minutos de metro los me trajeron de nuevo aquí, el único lugar que jamás debí abandonar.


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