sábado, 11 de agosto de 2012

Capítulo 113: Citius altius fortius

Cada cuatro años, sobre estas fechas, hay un evento mundial que me hace ver el verano de una forma distinta. Me hace recordar que, este chavalote con extra de energía en vena, tuvo un momento de su vida en que quiso formar parte de ese grupo de personas que durante 16 días se dedican a competir entre ellas de forma honorable y sana.

Nunca encontré mi sitio ni mi lugar. A pesar de ser rápido y estar delgado, era de los típicos chicos que acaban siendo elegidos de los últimos cuando jugábamos a futbol en el patio. Casi siempre acababa como portero rogando a los bestiajos de la clase que no pegaran punterazos y suplicando insistentemente que recordan que los cañardos no valían. Obviamente me hacían entre poco caso y menos. De todas formas me gustaba mucho jugar a futbol, y cuando me dejaban, casi siempre prefería ser defensa. Gracias esto descubrí en mí dos capacidades de lo más curiosas. La primera era que cuando más perdedor fuera mi equipo más motivado me sentía, con lo que me crecía y corría como pollo sin cabeza multiplicándome por dos y estando en todos lados. La otra era que, debido a mi poca capacidad de coordinación con una pelota en los pies, desarrollé unos reflejos de oro, con lo que cuando el balón llegaba a mis dominios, tardaba milésimas de segundo en ponerla en órbita lo más lejos de mí posible.

Probé también practicar balonmano. Mismas ganas pero mucho mejor al tener que usar las manos. El único problema era mi poca presencia. Un tirillas poco tenía que hacer contra chavales que me doblaban en contorno y fuerza. Intentar pararlos era como defender la portería construyendo una muralla de papel de fumar, vamos, toda una invitación a que pasaran por encima mío sin miramientos.

Como que era alto, alguien pensó que el baloncesto sería la solución. Y volví a tener los mismos problemas con un añadido: poca corpulencia, poca capacidad de botar la pelota sin que fuera un regalo para el que me tuviera cerca, fuerza casi negativa para tirar a canasta (tocar aro venía siendo como una especie de milagro porque tenía claro que no me iba a acercar a nadie que pudiera arrancarme la cabeza de un manotazo) y encima capacidad para saltar era casi nula, con lo que los rebotes los veía pasar casi tan bien como las collejas.

Así que me planteé hacer deporte en actividades que no requirieran formar parte de un grupo. Probé jugar a ping pong pero el local donde se practicaba era una especie de guarida sospechosa donde, el líder, era un señor bastante mayor, con gorro de lana, guantes (fuera la época del año que fuera) y un chándal especial de campeonato combinado con ropa de calle, con lo que infundía cierto respeto. Hablaba poco pero si te enfrentabas a él no tenía piedad. Era la viva imagen del abusón ya crecidito con halo lúgubre que inspiraba poca confianza, por decirlo de una forma sutil. Así que me limité a jugar de vez en cuando en casa contra la pared de mi habitación para disgusto de mis padres y vecinos. Al poco me jubilaron la pala y la pelotita de marras y el ping pong pasó a mejor vida, como casualmente el resto del edifício, entre aplausos y vitores a los artífices de mi renuncia no voluntaria.

El único deporte que se me daba realmente bien era la natación. Con un cuerpo raspanchoa y cabezón con piernas largas, resbalaba sobre el agua literalmente. Poco a poco fui perfeccionando la técnica, o por lo menos aprendí a avanzar significativamente más rápido sin tragar demasiado agua. Acabé nadando braza a más velocidad que mucha gente nadando crol. Además me gustaba aquello. Aborrecí el olor a cloro y lejía de los vestuarios, pero era un mal mejor. Con el tiempo, los monitores recomendaron a mis padres que entrara al club de nadadores del pueblo, y que participara en competiciones. En cuanto se enteraron que eso suponía que los fines de semana iban a tener que llevarme de pueblo en pueblo y dejarían de poder ir a la torre sabádos y domingos, mi futuro en la piscina acabó haciendo aguas y naufragó. La frustración de aquel entonces la arrastro a día de hoy. Por fin valía en algo pero era demasiado sacrificio para ellos.

Con el paso de los años fui olvidando de dedicarme a practicar un deporte a nivel profesional, e hice algo que era barato y no requería instalaciones especiales. Pedalear. Mis amigos iban en moto, yo pedaleaba. Mis amigos se tomaban el cafecito de las 4 de la tarde previo sesión porrera vespertina, yo pedaleba a pleno solano. Ellos se iban al pueblo costero de moda, a ligar por el paseo, yo tiraba de bici por mi zona, dando vueltas de forma compulsiva al igual que un hamster corre en su rueda particular. Resultado, una buena colección de cicatrices, nalgas y piernas de acero, y un hartón de perseguir a flipaos en vespinos trucados por el arcén de carreteras y caminos de cabras.

Lo único que descubrí con tanto pedaleo es que, a pesar de no poseer una fuerza explosiva, sí  tenía una resistencia considerable y un desprecio por mi vida preocupante. Empecé a tirarme por trialeras y montañas a tumba abierta. Lo único que conseguí fue acojonar a mis amigos cada vez que salíamos juntos y empezaron a replantearse la rutina deportiva. Así que decidieron a cambiar el riesgo de comernos la naturaleza a bocados por el de recibir un pelotazos en las partes nobles jugando a tenis o squash. Gracias a estos dos deportes descubrí dos cualidades más en mi larga lista de torpezas: tengo poca inteligencia táctica aunque sí mucha mala leche con las dejadas, y que la mayor baza contra mis amigos era agotarlos en partidos eternos.

De todas formas, como pasa en estos casos, hay una cosa que mata al deporte. Las novias. Ya sea tanto la tuya como sobre todo, las ajenas. Y llegaron. Siendo sincero, más que matarlo, todo el mundo empezo a preferir practicarlo a nivel indoor (mitorio). En esa modalidad no se ganan medallas, pero sí títulos, tanto para bien como para mal. Si eres plusmarquista puedes seguir jugando a dobles con la élite, si no consigues grandes marcas, te degradan a la modalidad individual y ahí olvídate de la gloria compartida. Pero bueno, esto ya es harina de otro costal.

Y es así acabó mi busqueda de un hueco en el mundo del deporte, si no contamos mi perreo ocasional en gimnasio cani al que estoy tristemente apuntado.

Por eso, estos días, siento una envidia sana de todos estos atletas que pelean entre ellos por el sueño de ser los mejores. Me gusta empaparme de ese ambiente que, a pesar de no cambiar la idiosincrasia de este mundo, si consigue que uno crea un poco más en la humanidad, en la competencia leal entre personas de toda raza y credo, y en una honorable lucha de condiciones y capacidades que te hace admirar y respetar al rival  por su valía. Todos forman parte de una gran familia y están imbuidos e inspirados por ese espíritu olímpico, lo que hace única a esta competición.

Quizás debido a mi respeto y admiración por todos ellos, estos días me desconecto del mundo e intento ver toda clase de competición deportiva. Siento mayor vinculación con todas aquellas que nunca pude hacer o practicar, sobretodo por los deportes minoritarios y que rara vez echan por la tele.

Es por ello que dedico este post a todos aquellos atletas que la gente jamás reconocerá  por la calle. A todos esos que se han dedicado a lo que les ha gustado sin tener en cuenta la dureza o la poca atención que puedan recibir por parte de los medios de comunicación por no ser deportes mediáticos. También va dedicado para aquellos y aquellas atletas que han demostrado humildad en todo lo que han hecho, que no han necesitado llamar la atención, que no han chuleado o vacilado cuando una cámara se ha parado frente a ellos ( a esto le llaman "tener carisma", qué irónico) ni se han creído superiores por tan solo correr más rápido que nadie. Y como no, va dedicado a aquellos que han conseguido llegar lejos consiguiendo conciliar una vida personal llena de visicitudes, sin poder disfrutar de una dedicación exclusiva por no tener las facilidades económicas o las ayudas que reciben atletas de otros países con más conciencia deportiva. Fátima Gálvez, estoy contigo.

Por todo ello, felicidades a todos, sois el reflejo del éxito, independientemente de lo lejos que hayáis llegado. Citius altius fortius. ¿Nadie necesita un portero, no?.


Frase del dia: "Hoy me apetece plato de pasta a la brisa marina aliñada con una coplilla a capela, pixilla". (Long Al Silver)
-Profesora de inglés at summer time, not forgotten, not surrender. ¿Tienes hueco en las clases? Necesito aprender la lección. ¡Ánimo Norah, esto se acaba!   

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